Hay cosas que te hacen sentir invencible. Cuando eres una niña, no piensas en las consecuencias de casi nada: da igual el nivel de responsabilidad que te hayan inculcado en casa. Corres por el parque al son de los grillos como si el mundo fuera tuyo mientras las farolas iluminan diez de cada veinte pasos temerarios. Bordeas el estanque seco haciendo equilibrios con las manos y te cruzas a esa extraña pareja que juega al cinquillo en las mesas de ajedrez todos los jueves. En las largas noches de verano, los columpios son tu guarida y el tiempo no pasa tan deprisa. Tienes la cena en la mochila y a tus compañeros a la retaguardia mientras la suave brisa te empuja quién sabe adónde. Nada puede pararte porque llevas la armadura invisible de la libertad. Y vuelas por las calles con ese bocadillo de atún con mayonesa que es el regalo más sagrado: la promesa inquebrantable de que podrás seguir siendo pequeña al menos una noche más.