Surrealitybytes
Reflexiones de una mente inquieta
Kurt Cobain
Me mudé al cuarto de mi hermano en algún punto del 2004, después de toda una vida compartiendo con mi hermana un fondo azul cielo con nubes blancas y unas literas que se convirtieron en camas por arte de serrucho. Pintamos mis nuevas paredes de gris y granate, compramos una Malm individual, trasladé mis tomos de El Señor de los Anillos y pusimos un póster de V de Vendetta detrás de la puerta, pero esas cuatro paredes jamás fueron mías por más que intentara adornarlas con mis cosas. Aquel fue el verano de lo inesperado: no creo en los hados del destino, pero es casi profético que, muy pocos meses después, la vida diera un puñetazo en la mesa y me expulsara como una bala de cañón en dirección a Barcelona, muy lejos de aquella habitación que jamás me perteneció, pero que me acogió durante un año de transición y es para mí el refugio de muchísimas cosas.
Allí vi con los ojos como platos Alita, ángel de combate a la tierna edad de cinco años, sentada en el suelo, junto al armario. Toqueteé las grapas de Appleseed y Kimagure Orange Road, que ahora descansan en mi estantería como un tesoro del pasado. Rellené unos cuantos pasatiempos de El Pequeño País tirada en la cama como un sapo. Le escuché recitar a Ángel González y, en un momento de despiste, mangué un ejemplar amarillo y negro de La historia interminable. Lloré con el caballo de Atreyu como todo hijo de vecino y descubrí que me interesaba más lo que no era de este mundo. «Yo ya te lo advertí. Que eres muy pequeña, que es muy triste esa mierda».
Aprendí a pasarme todas las aventuras gráficas de LucasArts antes de saber manejar con propiedad un ratón y grité aquello de «¡Otra vez nos hemos quedado atascados!». En mi casa los juegos eran un bien colectivo, una experiencia interactiva a tres bandas. Recuerdo perfectamente cómo quitar el vómito del techo de la recepción en la mansión de los Edison, cómo se abre la verja en la que está el otro Guybrush y qué hacer con el globo en forma de Gloria Fuertes que compra Manny Calavera a las afueras de la ciudad. Grandes puzles de la inventiva humana, todos resueltos desde un mismo y diminuto punto geográfico. Me colgué del altillo incontables veces para bajar los Scalextric y La herencia de tía Agata. Salí corriendo al escuchar un sábado más la voz terrorífica del Atmosfear: a los muy cabrones les gustaba joderme con eso.
Sucumbí al mainstream y canté llorando la última canción de la cinta de El niño invisible en el que pudo ser mi único contacto histórico con productos prefabricados para críos. «¿Una película medieval? Tiene que ser buena». Ya te digo yo que no. La cambié muy rápido por Mellon Collie and The Infinite Sadness y declaré en el colegio que lo mejor del mundo era ser grunge, aunque en el fondo no tuviera ni idea de qué significaba eso. Me compré Clerks II y la traje desde Barcelona para poder escuchar Misery de Soul Asylum en el lugar exacto en el que tuve la portada flipante de Let Your Dim Light Shine por primera vez entre mis manos.
Toqué la guitarra eléctrica como quien araña una pizarra y trepé encima del ampli como si fuera un taburete. Me senté sola a mirar los pájaros por la ventana siempre que quise y nadie se asomó a recordarme que aquella colcha azul estampada de coches no era mía. Sintonicé Radio Rivas subida de puntillas a la cama para alcanzar la minicadena y escuché la intro de Jevetta Steele con su Calling You como la oyente más fiel hasta que pude hacerlo desde el propio estudio.
Merendé algún donete e interrumpí muchos encuentros de amor adolescente, porque ser la hermana pequeña de un hermano mucho más mayor es casi automáticamente un privilegio divino. Pero hay un momento que recuerdo por encima de todos los demás, que son muchos y no caben en una entrada. Una tarde triste, en la que supe por primera vez lo que se sentía al perder a alguien querido, aunque ni siquiera hubieras llegado a conocerlo. Tenía los codos apoyados en la mesa, el pelo por la cara y lloraba de una forma que no recordaba haber visto nunca. Solo abrí un poco la puerta, lo justo.
—Ahora tienes que dejar tranquilo a tu hermano.
Puede que tú también recuerdes el 5 de abril de 1994.
Comentarios
2 comentarios
María Fornieles
Llevaba días con el enlace abierto, porque ya por el primer párrafo sabía que me iba a sentir identificada. Y así ha sido. Una preciosidad.
Nieves Gamonal
Qué bonito esto que me dices, María. Muchísimas gracias por dedicar unos minutillos de tu vida a leerlo.