Surrealitybytes

Reflexiones de una mente inquieta

Punto de partida

Llevo mucho tiempo escuchando a una voz que se esconde detrás de alguna esquina en los recovecos de mi cabeza. Una voz que dice muchas cosas, a veces bajito y otras ensordecedoramente alto, pero casi siempre me grita algo que no es fácil olvidar: «tú no tienes derecho a contar». Al fin y al cabo, soy una mujer blanca de un país occidental con una vida relativamente acomodada, una familia perfectamente estructurada, una profesión que, a diferencia de muchas, tiende a ofrecer un trato igualitario a sus integrantes femeninas —será, no lo sé, porque somos casi todas— y una relación de respeto y cariño que dura ya más de lo que puedan contar los dedos de las manos. Una mujer que tuvo una infancia increíblemente feliz, plagada de libros, museos, excursiones, recitales, instalaciones peligrosas en MS-DOS y búsquedas de anacondas asesinas debajo del edredón antes de caer rendida con los grandes clásicos de la música clásica. Eso, soy muy consciente, no lo tiene cualquiera.

Y que eso no lo tiene cualquiera, la vocecilla del asiento trasero lo sabe muy bien. ¿De qué puedes hablar cuando tu vida está libre de grandes incidentes? No, no es eso: ¿de qué tienes derecho a hablar? «¿Cómo vas tú a entender lo que se esconde en los recodos más oscuros de este miserable planeta? No sabes ni a qué huele la sordidez. Y, desde luego, nunca has escondido un cadáver. Eso que tienes en mente consiste en apropiarte de las historias de otros, aunque esos otros no existan ni lo vayan a hacer jamás. Así que no des vida a lo que ya está muerto. Déjalo a tiempo. No lo pienses más».

Y así, como si nada, un día te levantas y ya no te sientas delante del teclado a escribir las cuatro ideas con regustillo a interesante que soñaste la noche anterior. Poco a poco, te vas olvidando de ese cuaderno minúsculo y ese boli que llevabas siempre contigo. Cierras carpetas mentales porque, total, para qué tener abierto algo que tú misma te has encargado de vaciar. Añades algunas nuevas. Cuentas, con tus palabras, las historias de otros. Te metes en su piel, intuyes sus intenciones y haces todo lo posible por mimetizarte con ellos. Te encanta, la verdad, pero eso ya lo sabías. Y la voz se calla, complacida. «Otro trabajo bien hecho».

Tus manos empiezan a tener a tu mente ocupada. Muy ocupada. Lo de las carpetas llega a ser abrumador, pero para qué vas a parar, si usar el traje de otro cada día es más fácil, más natural, más provechoso. Te dibujaron para esto. Y en esto, y solo en esto, tú puedes con todo. Qué bien se está cuando tienes el control. Qué bien se está con la vida por las riendas. Qué bien se está, hasta que alguien te las coge, te tira del caballo y te dice que es suyo, que lleva toda la vida cuidándolo, que si el pelo le brilla así no es por casualidad: de ti, ni rastro. Tú, que tienes un concepto engrosado de la dignidad, te levantas, te sacudes el polvo, le haces un corte de mangas al ladrón cuando no mira y le juras que se acabará enterando de lo que vale un peine equino. Y, con el tiempo, vaya si se entera. Pero ya ni siquiera te importa, porque te has buscado otro caballo. Tienes más ganas de cuidarlo, porque es más bonito, más esbelto, más rápido y, sobre todo, te hace sentir más libre.

Crees que has aprendido algo. A no correr tanto, a mirar más a los lados, a saber mantenerte en posición para no agotarte demasiado. Por supuesto, cuando empiezas a intuir los bordes del tablero, ya es demasiado tarde. Aquí no hay riendas ni jinetes ni carreras. Aquí tienes columnas, filas, diagonales y, al fondo, a la dama negra. Hace cuarenta movimientos que sabe cómo acabar en jaque mate. Da igual si quieres jugar o no, esto no va de ti, así que primero van cayendo otras piezas. Tanto da si intentas protegerlas. Y a ti, ya sabes, te espera el destierro. No necesitas que nadie te cuente cómo acaba la historia aunque no hayas llegado todavía al final del cuento. Ahí estás, suspendida en tu cuadrado negro, plenamente consciente de que la resistencia es fútil.

Y entonces te acuerdas de la voz y le preguntas dónde estaba en medio de semejante sangría. Dónde quedaron las advertencias, los «todo va a salir mal», el «ni lo intentes». Qué sentido tenía jugar una partida que era imposible ganar. Por qué le dimos vida a cosas que ya estaban muertas si además jamás nos pertenecieron. No hay respuesta. Después de tanto tiempo, sabes lo que tienes que hacer. La encuentras mucho antes de que ella salga a buscarte. La sientas en el asiento trasero por última vez, sabiendo que no volverá a susurrarte. Ahora solo te queda pensar dónde vas a esconder el cadáver.

Ideas afines

Comentarios

8 comentarios

  • Ataúlfo Gamonal Coto

    “ A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar”

  • Jo. Se me han erizado los pelillos del cuello leyéndote.

  • Iris C. Permuy

    Hace unos años estuve en una charla de Tim O’Brian, veterano de Vietnam y autor de, entre otros, The Things They Carried. Dijo mil cosas muy interesantes, pero una se me quedó grabada para siempre. Fue algo así: «Aunque no hayas estado en la guerra, todo el mundo tiene su Vietnam. Si estás en la cama, miras al reloj y son las 4 y no puedes dormir… vuelves a mirar tres horas más tarde y son las 4:15… Ese es tu Vietnam». Es importante ser consciente del propio privilegio, pero sin menospreciar nunca las guerras que llevamos dentro. Y, sobre todo, una buena historia a menudo está más en cómo se cuenta que en lo que se cuenta y acabas de demostrar aquí que, de talento para eso, vas sobrada.

    • Nieves Gamonal

      Me da que Tim tiene mucha razón. Muchísimas gracias por tus palabras y por animarme siempre.

  • Iris Baeza

    Te leo tarde, pero con muchas ganas. Vuelvo aquí para decirte que este es el mejor crimen jamás contado, que el mundo se cambia a base de «darnos cuenta» de nuestros errores y no con gestos grandilocuentes, y que me dejas con hambre de más entradas con sabor a masa de croquetas.

¿Qué estás pensando?

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *